sábado, 24 de febrero de 2007

Flores en la tumba del pasado

El argumento de Flores Rotas, de Jim Jarmusch, podría resumirse como otra historia de un solitario maduro emprendiendo una aventura que promete darle sentido a su vida. Con los típicos guiños que buscan la identificación del “a mí también me pasa” –recurso aceptable si se tratara de una sitcom-, y una seductora estética vintage, la visita forzada a los viejos amores para saldar deudas con el pasado –mitad nostálgica y mitad detectivesca-, huele todo el tiempo a naftalina.
El viaje de Don Johnston (el clásico antihéroe melancólico marca registrada de Bill Murray) es en realidad la vida misma: el pasado no tiene ningún tipo de correlato en el presente, no hay determinismos, ni deducciones, ni principios de causa-efecto que alumbren, aunque sea por un rato, el porvenir. El protagonista deambula tratando de encontrarle lógica a las cosas que pasan, tratando de leer señales que den algún tipo de explicación al devenir de su vida, alguna certeza...y es inútil. Por mucho que se esfuerce, el sentido de su vida no está ni en una cintita rosa, ni en una tarjeta, ni en el color de una birome. Porque lo más probable es que no esté en ningún lado, o que directamente no exista.
Con esa premisa en mente, el final supuestamente abierto, ya no lo es tanto. Flores rotas es la historia del hombre y su circunstancia, y ninguna de las dos cosas sirven para predecir algo, ninguna de las dos cosas llevan consigo una lectura más allá de lo que están mostrando en ese momento. Lo dice su protagonista: “Bueno, el pasado se ha ido, eso lo sé. El futuro no está aquí aún, lo que sea que vaya a ser. Entonces, todo lo que hay, es esto. El presente.” Allí está entonces Don, los 360º de mundo a su alrededor y más allá de eso, nada. Porque es todo lo que hay, todo lo que tenemos para ver, todo lo que el director podía mostrar. The rest is silence, diría Shakespeare.